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El coyote agradecido y el niño de las hormigas

Gildardo Cilia López

 


"Quiero aclarar que aún a esta edad todavía no concibo qué es el infinito; sólo sé que existe, porque de niño fui envuelto por un universo amoroso".


El tema de la educación siempre me ha llamado la atención, más porque mis padres veían su profesión como un apostolado; por eso, no puedo dejar de pensar en mi niñez, acontecida en los años sesenta del siglo pasado. Mi padre - mi admirable padre – en uno de sus encargos, en el Estado de Nuevo León, tuvo una sorprendente ocurrencia, despreciando comodidades instaló su cabecera escolar en una ranchería. Tal vez intuía que en ese lugar  podía cumplir mejor con su misión educativa.

 

La realidad y la fantasía en las que vivía una pequeña comunidad rural en la sexta década del siglo XX muy pronto se hicieron patentes, prácticamente nos absorbió: todos nos hicimos jinetes, pequeños granjeros, recolectores de tunas; caminantes de veredas y vericuetos. Hicimos a un lado el clima extremoso, nos enfrentábamos a un medio que ahora lo concibo como inclemente. Recuerdo los frecuentes remolinos, en medio del incesante calor, a los que intrépidos nos adentrábamos a sus vórtices. La arena y el polvo laceraban nuestro rostro, nuestra piel, sin embargo, creo que curtieron nuestro espíritu.

 

La experiencia de San Cayetano, así se llamaba la ranchería, se ha convertido a lo largo de nuestras vidas en lección: que las limitaciones son reto, no son excusa ni pretexto; que el espíritu se engrandece en la humildad; que toda meta exige esfuerzo; que la solidaridad es la  mejor virtud; que el éxito no compartido es egoísmo; y que la desventura (el fracaso, de presentarse) sólo es un mal momento, que hay que levantarse para empezar de nuevo: ¡como el roble, doblarse pero no quebrarse!

 

En el México de los sesentas, los ecos vigorizantes de nuestros educadores estaban presentes. Con Torres Bodet, el espíritu del tercero constitucional se había cumplido con creces, con la edición masiva de los libros de texto gratuito; libros que, por cierto, para mi padre eran un tesoro, eran el fruto de una máxima aspiración social, por lo que los cuidaba y repartía escrupulosamente en todas las escuelas de su jurisdicción.

 

Los libros de texto de español reproducían poemas de Altamirano, Acuña, Martí, Darío, Nervo, Gutiérrez Nájera, Díaz Mirón, Urbina, Othón y Peza, entre otros. De modo que como casi todos los niños, declamábamos en las festividades cívicas; crecíamos con el ritmo cadencioso de la “Suave Patria” del inmortal López Velarde.

 

Fuimos testigos, no de un México heroico, más bien de un México que maduraba, consolidando sus instituciones y extendiendo su misión educativa hacía todos los rincones del país, por muy recónditos que estos fueran. Era un México de apóstoles más que de héroes. En los sesentas prácticamente se desterró el analfabetismo.

 

Yo, por mi parte, tuve la fortuna de que las letras y los números me los enseñara mí querida madre y que además de que me escogiera para declamar breves poemas infantiles, me pusiera en los festivales a bailar jarabes y sones tapatíos, jarochos, mixtecos y otros más. Sobre ese México que viví intensamente, cuyo recuerdo es el cintilar de mi conciencia, me atrevo a compartir con ustedes una de mis primeras anécdotas de vida.

 

El coyote agradecido


 

Resulta que tenía cuatro años. Intrépido, en búsqueda de conocimiento, me acerqué a un hormiguero. Lo observé minuciosamente. Los insectos enfurecidos invadieron mi cuerpo, me atacaron atrozmente y estoico no me movía; no entendía que los perturbaba, que esa era la causa de su reacción bravía. En el transcurso de mi vida he sido poco sensato y eso no me halaga.

 

Ella no estaba en ese pueblo diminuto y árido de Nuevo León. Y conste que no utilizó la palabra insignificante, porque San Cayetano – así se llama el pueblito – es significativamente amoroso para mí. Ella – reitero - no estaba. Salía de la casa casi de madrugada a realizar sus actividades docentes en la población de Santa Ana. De modo que al regresar a San Cayetano, me encontró temblando, afiebrado, con el cuerpo todo túmido. Y cuando digo todo, ¡es todo!

 

De modo que a raíz de este hecho, por las hormigas que ahora bendigo, me convertí en su fiel acompañante. Me emociona recordar sus manos grandes, tan grandes como su generosidad y su alma, que amorosamente se estrechaban con las mías, para infundirme seguridad durante lo que yo de niño concebía como una travesía.

 

Y es que nos levantábamos muy temprano, como a las cinco o seis de la mañana. A esa hora pasaba con su carreta un viejito: Don Luisito, quien nos transportaba por un camino de terracería hasta llegar a pie de carretera. San Cayetano, a diferencia de Santa Ana, se ubicaba a un trecho distante de la carretera. Después abordábamos un “trompudo” – un autobús de segunda – para llegar a nuestro destino: a Santa Ana.

 

En el transcurso del recorrido por terracería, Don Luisito nos platicaba varias historias. De la revolución, porque decía haber participado en las tomas de Torreón y Zacatecas y que se había baleado por la misma causa en Saltillo; además de que era uno de los que había arremetido a caballo en la batalla de Celaya, de lo que relataba:

 

“Éramos como un remolino, una vez que levantábamos la polvareda nada ni naiden nos podía detener. ¡No!, no mediamos las consecuencias: estábamos siendo acribillados por un enemigo, que se encontraba agazapado, pero henchidos de valor continuábamos cabalgando sobre caballos que ya se habían desbocado. Yo de eso tengo algunos recuerditos y en seguida mostraba dos huellas de bala, una en el rostro y otra en uno de sus brazos, además decía tener una cicatriz a la altura de la clavícula izquierda, del lado en el que llevaba la rienda en aquella gesta: <cuando a galope tendido retumbó la planicie de Celaya>”.

Don Luisito, también hablaba de tesoros enterrados en una vieja hacienda en San Cayetano, de la cual quedaba sólo un casco derruido y su tema preferido, era el de la fauna silvestre existente en esa región casi desértica. Por él aprendí que el tlacuache se inmoviliza y deja de respirar (se hace el muertito) cuando siente peligrar su vida y es que decía que ante el creador prefirió astucia por belleza; de ahí “la fealdad sin tache del tlacuache”. Aseguraba que la carne de zorrillo servía para curar la tuberculosis; que las víboras “chirrioneras” – las de los latigazos - eran más eficientes que los gatos para exterminar roedores; y que el águila tenía un linaje solar, “porque podía tocar el punto más alto del cielo”, dejándome anonado, ya que luego añadía que sus papalotes podían volar tan alto como un águila. También daba consejos: “nunca le tires a un zopilote con tu resortera o charpe, porque se pican los hules”.

 

La historia más contada de Don Luisito era la del “Coyote Agradecido”; de la cual recuerdo lo siguiente:

 

“Desde hace mucho tiempo yo había tenido problemas con un coyote. Saben el muy ladino casi no toca el suelo o sabrá Dios cómo le hace, pero borra sus huellas. Se mimetiza y yo creo que se mete al lodo de la charca, para que los perros no lo huelan. Total que desde hace más de 10 años ha incursionado a mi gallinero, haciendo destrozo y medio. Yo me desvelaba todas las noches y nunca había podido hacerle nada; cuando lo tenía en la mira, saltaba de un lado a otro y en seguida se me desaparecía.
Pero a cada quien se le llega su hora. Una noche le apunté con mi carabina y sorpresivamente casi no se movía. Le gritaba: ¡muévete indino, muévete porque ahora si se te llegó la hora! Estaba dispuesto a acabar con él, sin embargo no me atreví a jalar el gatillo. Vi que el coyote cojeaba visiblemente y entre mí me dije: ¡ansina no!, ansina cojeando no vale la pena ¡Qué barbaridad!, tanto esperar para que ahora me conduela de ti. Me conmoví a tal grado que en lugar de dispararle, tiré la carabina al suelo y me le acerqué hasta sentir su aliento, lo derribé, lo inmovilicé y le entablillé la pata rota. Y no sólo eso, después de curarlo, le di una de mis gallinas, porque bien sabía que estaba hambriento.
A partir de ese momento, nunca más he perdido plumífero alguno. Por el contrario, periódicamente en mi patio aparecen una o dos gallinas vivas o muertas. Y es que el coyote, agradecido, quiere resarcir todos los daños que me ha ocasionado a lo largo de tantos años. Yo lo espero en la noche y le grito: ¡eh! coyote, ya no me traigas más gallinas, pero el coyote no hace caso; sólo levanta la cabeza para mirarme - con sus ojos brillantes - con cariño. Enternecido.
Como es lógico, algunos paisanos ya se dieron cuenta de las misteriosas apariciones de sus gallinas en mi solar. De modo que he tenido que platicar la misma historia, una y otra vez. Casi todos me creen, pero como siempre hay uno que otro descreído, que pese a lo que digo, me sigue reclamando airadamente. Hasta que molesto les contesto: ¡ultimadamente!, si no me creen véanlo con sus propios ojos. Así que algunos se han puesto en vela y asombrados han sido testigos de cómo el coyote lleva una gallina entre sus fauces y a la otra la va correteando – prácticamente pastoreando – hasta conducirla a mi corral. Al ver esto se asustan y me piden disculpas; por lo que les digo: ¡ya lo vido!, ¡ya lo vido!, yo nunca digo mentiras.

 

Sí que están asustados, ya empiezan a hacer conjeturas. Que mi difunto hijo Ranulfo reencarnó en coyote para protegernos y que como estamos viejitos (Inesita y yo) nos lleva alimentos para que no nos muramos de hambre: ¡bah!, parece que no me han visto jalar la yunta, sin la ayuda de bestia alguna. Otros dicen que soy un chamán o brujo, que puedo cambiar la percepción de las cosas; y otros, que soy yo: ¡qué me convierto en coyote! Cada día dicen más y más cosas Maestra Emmita - así se llamaba ella: mi madre - la gente tiene tanto miedo, que con tal de que el coyote no ronde por sus jacales, ahora nos llevan gallinas y de vez en cuando, cabras y otros animales más. Nos llevan hasta víboras para comer”

 

Coyote o no, Don Luisito pasaba en las madrugadas por nosotros, cuando apenas empezaba a clarear el día y nos esperaba pardeando la tarde en el crucero, para regresarnos a San Cayetano. Yo no vi en semejantes horas propicias para la transfiguración, que se convirtiera en coyote; de lo que si me acuerdo es que yo me sentía muy seguro con él, porque estaba con un ser poderoso, intrépido, temido e influyente ¡Invencible!

 

No sé si ella creía o no las historias de Don Luisito; lo cierto es que admiraba su ingenio y respetaba su amena charla, por lo que trataba de no interrumpirlo. Solamente le decía: ¿qué más?, ¿a poco?, ¿no me diga?; ¡“y”!, ¡siga contando! Yo hasta la fecha soy uno de sus más fervientes partidarios, así que pienso que no mentía.

 

¡Bendito Don Luisito!, le debe tanto mi imaginación.

Hacienda de San Cayetano de Vacas, Nuevo León
Hacienda de San Cayetano de Vacas, Nuevo León

 

El niño de las hormigas.

 

Continuemos con la narración. Ella y yo abordábamos el camión sobre una carretera muy transitada. Al llegar al Centro Escolar de Santa Ana, que por cierto no estaba cercado, se preocupaba en demasía, pero no me exigía entrar al salón de clases. Yo asombrado, sentado sobre una banqueta ubicada en el traspatio de la escuela, me dedicaba a ver hileras de tráileres y de camiones de carga, que se dirigían a la industriosa ciudad de Monterrey. De seguro – intranquila – pensaba: “si este niño fue capaz de arrumbarse sobre un hormiguero, porque no puede hacer algo peor, como cruzar la carretera para explorar lo que existe del otro lado”.

 

Llegaba un momento en el que me fastidiaba ver lo que monótonamente transitaba por la carretera; curioso, mejor prefería observar lo que estaba haciendo ella desde una de las ventanas existentes en el salón de clases. Me daba cuenta de que una de las bancas estaba vacía y no sabía por qué. Pienso que al verme, ella se inspiraba más para captar mí atención. ¡Ah!, se me olvidaba decir que el curso que daba era el de primer año de primaria.

 

Hace algún tiempo leí algo de Alfonso Reyes, que me dejó profundamente pensativo: ¡mi padre (escribió) vivía las palabras! Con enorme orgullo puedo decir que mi madre le daba vida a las letras; las empoderaba porque sabía que con la fuerza de su junción se formaban (se dibujaban) las palabras. Enseñaba, sí, dándole aliento a las letras en su sonido y en su forma y completaba su comprensión, haciéndolas protagonistas de cuentos y fábulas.

 

Y de los números, ni hablar, sabía de su poder prodigioso. Enseñaba que se podían construir cantidades a partir de la unidad y le daba la debida importancia al cero, ya que con su presencia se podían formar decenas, centenas, unidades de millar, hasta llegar a cantidades inimaginables; así entendí a fuerza de agregar números a la derecha que los números no tenían fin.

 

De modo que llegó un día - sin presión alguna - que el mesabanco vacío, destinado para el niño de las hormigas, se ocupó. Maravillado por el ingenio y la imaginación de mi madre, preferí adentrarme al mundo de las letras y de los números y no seguir contemplando mi paisaje visual: el monótono ir y venir de tráileres y camiones. Así fue como antes de los cinco años, en una comunidad rural (y eso sí que era meritorio en aquellos tiempos) aprendí a leer y a escribir y a construir cantidades.




 

….

 

Nota: quiero aclarar que aún a esta edad todavía no concibo qué es el infinito; sólo sé que existe, porque de niño fui envuelto por un universo amoroso.

 

Gracias madre.

 

….

 

P.d. Alguien sabe cuántas hormigas cohabitan en un hormiguero. ¿Las podrían contar por mí?

 

 


Emma López Cruz de Cilia
Emma López Cruz de Cilia

 
 
 

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