El Diagnóstico y la Gran Polémica sobre la Reforma del Sector Eléctrico.
Actualizado: 7 mar 2021
Gildardo Cilia, Alberto Equihua, Eduardo Esquivel, Guillermo Saldaña y Amanda Saldaña Chávez.

¿El atentado contra la libre competencia?
Quienes han cuestionado la reforma a la industria eléctrica, han utilizado como argumento que se está atentando contra la libre competencia. Pudieran tener razón, por eso es importante iniciar con el tema de la libre competencia, escudriñarlo para darle contexto al debate.

La libre competencia resulta del acceso sin obstáculos al mercado de dos tipos de actores: los vendedores que ofrecen bienes o servicios; y los demandantes quienes compran lo que desean para satisfacer sus necesidades o ejecutar sus proyectos. Para que un mercado funcione correctamente se requiere que los participantes tengan acceso a la información equitativamente, considerando aspectos relevantes como las características de los productos, su calidad y por supuesto los precios. Así, esta concurrencia genera naturalmente los equilibrios entre la oferta y la demanda; es decir el precio al que los demandantes compran todo lo que los oferentes están dispuestos a vender en un momento dado. La intervención de fuerzas ajenas al mercado puede estropear o por lo menos distorsionar el equilibrio natural, si la información sobre las opciones disponibles para oferentes o demandantes es incompleta, imperfecta o asimétrica.
El mercado cumple con una función múltiple. Por un lado, que los más interesados en adquirir las mercancías las obtengan; pues serían ellos los que sacarían más provecho. Por otro lado, que los que puedan vender los productos a los menores precios sean quienes permanezcan en el mercado.
De esta manera, el mercado no sólo asigna los productos a quienes en principio tienen más interés o incluso experimentan su necesidad más intensamente; también asegura que los vendedores y productores se esfuercen en hacer un uso óptimo de los recursos, de manera que puedan ofrecer sus productos y servicios a precios bajos. Quienes no lo puedan hacer así, preferirán trasladarse a otro mercado en el que puedan producir competitivamente. De esta manera se logra una asignación óptima de los recursos productivos.
Debido a estos efectos, el concepto de libre competencia es de aplicación generalizada en la economía y puede escalarse según los diferentes tamaños de los mercados, hasta incluir la dimensión global.
Históricamente, las fronteras han planteado obstáculos para el acceso de vendedores y compradores extranjeros a sus mercados. Sin embargo, el intercambio ha demostrado desde tiempos inmemorables su poder progresista. La civilización humana como la conocemos hoy sería inconcebible sin el intercambio. La globalización desde esta perspectiva se ha establecido como un extremo de este principio, con sus ventajas, pero también con sus desventajas.
Los economistas creen que no deben existir barreras que aíslen a los mercados nacionales; que deben desmantelarse para permitir el progreso y la prosperidad de la humanidad. En la práctica es posible verificar esfuerzos de integración económica por todo el planeta. El caso europeo podría ser el más exitoso. El de Norteamérica, en el que participamos, también es importante. Pero habría que enumerar los esfuerzos en Latinoamérica, de Asia, de África e incluso del exbloque socialista.
La teoría económica generaliza que los beneficios que deja la libre competencia son los más altos que puede obtener cualquier economía: primero, existe libertad de elección tanto para el consumidor como para el productor y dicha libertad se da a partir del principio de la mayor racionalidad, es decir, todos buscan el mayor beneficio posible; segundo, la suma de las decisiones individuales racionales conduce a que se alcance una asignación eficiente de recursos; y tercero, la vigencia y permanencia en el mercado condiciona a que los productores o las empresas busquen ampliar sus ventajas competitivas, mediante la superioridad técnica o tecnológica y la reducción de costos. El resultado final debe cristalizar en bienestar.
Una economía eficaz debe ser capaz de proveer a las personas de todo lo que necesiten para conducir a una vida plena; más concretamente, debe ser capaz de darle a los ciudadanos acceso al consumo de lo que necesitan para vivir plenamente.
Un efecto de los mercados libres y de la competencia es que impulsa la creatividad y la innovación. En su afán por vender más, los productores son proclives a introducir novedades en sus procesos de producción e incluso en los mercados. Al hacerlo amplían y complementan su oferta con productos y servicios nuevos que los consumidores acogen con mayor o menor agrado, según sus gustos. Pero también el avance tecnológico ha ayudado a incrementar la productividad y a disminuir costos, lo que eventualmente se traduce en precios menores en el mercado. El automóvil podría ser un ejemplo clarísimo de estas tendencias. En el origen era un artículo de superlujo, producido artesanalmente. El avance tecnológico no sólo ha mejorado la calidad de los autos tanto en su funcionamiento como en sus prestaciones. El auto que condujo un magnate como Rockefeller a principios del siglo pasado palidecería comparado con el que hoy puede manejar un trabajador. El último no sólo es más cómodo, sino más eficiente y seguro. La tecnología sigue avanzando y ya se empieza a redefinir hoy a las próximas generaciones de autos como “soluciones de software con llantas y carrocería”. En suma; la progresión virtuosa del libre mercado conduce, claramente, a que exista una disminución de los precios, lo que posibilita a que una mayor cantidad de consumidores tengan acceso al mercado, ¡ah!, sin olvidar que la competitividad también obliga a que exista mayor calidad de los productos o servicios.
El fundamento intrínseco de la libre competencia está dado por la efectiva libertad de elección y esto significa ya en la práctica que se cuente: 1) con información completa (preferentemente simétrica, incluso perfecta) sobre el mercado; 2) con un marco institucional que dé certidumbre a los agentes económicos, esto es, que cada quien respete los derechos de los demás o que haya un Estado que imponga el respeto de esos derechos; 3) revisar la normatividad y las regulaciones que están afectando de manera injustificada la competencia; 4) investigar, revisar y corregir conductas o la existencia de elementos que inhiban el acceso a los mercados y distorsionen la competencia y 5) proteger los derechos de los consumidores y supervisar la observancia de prácticas que aseguren la mejor calidad de los productos y servicios.
El mercado ideal (o perfecto como lo llaman los economistas) no siempre es posible. En casos particulares hay incluso condiciones económicas que lo imposibilitan. Eso no impide contemplarlo como un ideal al cual aspirar. De tal manera que la intervención que se haga en los mercados puede y debe orientarse a establecer condiciones de mercado perfecto o por lo menos a que sus resultados se aproximen a lo que se esperarían si pudiera funcionar idealmente.
Bajo la perspectiva del libre mercado, la intervención institucional se justificaría si fuera necesaria, bajo el principio de que todo desequilibrio en condiciones de competencia tendría que ser transitorio.
En algunas circunstancias es factible que el mercado libre no sea posible porque la naturaleza del sector lo hace tender naturalmente al monopolio; entonces, la intervención tendría que ser permanente, pero tendría que estar diseñada para subsanar y contener esas tendencias monopólicas. De manera que todo debería ser resuelto por las propias fuerzas del mercado y la intervención debería ser la mínima indispensable. En su caso, el rol del Estado tendría que restringirse a garantizar la libre competencia.
La práctica de la intervención en los mercados, por clara que pueda parecer desde la teoría, presenta retos no despreciables para los responsables de diseñarla y llevarla a cabo. Por ahora destacamos tres condiciones que podrían ameritar alguna intervención, por las distorsiones que suponen para el mecanismo de mercado:
1. Altos costos de transacción.
2. Información asimétrica
3. Prácticas restrictivas de la libre competencia, oligopólicas o francamente monopólicas.
Aun cuando no nos guste incorporar criterios morales en las leyes económicas, no deja de ser cierto que además de libertad, la competencia requiere de condiciones que permitan garantizar valores relacionados con la lealtad y con la justicia. Las leyes de mercado no pueden alcanzar los equilibrios requeridos si persisten prácticas que imposibiliten la igualdad de oportunidades, o de privilegios que distorsionen los principios de eficiencia que surgen naturalmente de la competencia.
Es necesaria la intervención del Estado en un mercado que ha sido plagado por las prácticas monopólicas. Estados Unidos aprendió la lección cuando finalmente se decidió a actuar contra Rockefeller, quien ya estaba asfixiando a la economía. También si hay dumpings o concesiones o subsidios mal aprovechados o desviados. Debe supervisar para asegurar que la calidad de productos y servicios mantenga estándares de calidad y seguridad mínimos para poder ser adecuados para los consumidores. No debe olvidarse que, en sentido superlativo, la competencia tiene como fin último que los consumidores reciban productos y servicios de la mejor calidad a los menores precios posibles. De no darse esto último la libre competencia carecería de sentido y sería un fracaso social.
Todo lo anterior es un marco de referencia necesario para abordar ahora el tema que nos ocupa. Cada uno llegará a su propia conclusión a partir de los hechos que se van a describir en torno a la industria eléctrica.
El apagón
Casi la mitad del mercado de la industria eléctrica, en la actualidad, está controlado por empresas privadas, principalmente corporativos extranjeros; esto a través de esquemas permitidos por la legislación vigente en la materia, hoy reformada. El sector privado genera 45.8% de la electricidad disponible en el territorio nacional y desplaza su carga a través de la Comisión Federal de Electricidad (CFE).
Por desgracia, el mejor contexto para evaluar cualquier riesgo es cuando se suscita una crisis. Durante la segunda quincena de febrero se desataron tormentas invernales en el sur de Estados Unidos que afectaron notablemente el suministro eléctrico. El gas natural proveniente de Texas, que abastece 80% de las plantas de generación de electricidad de ciclo combinado, se interrumpió; lo que provocó un apagón que afectó a 4.8 millones de consumidores en 20 municipios de los estados de Nuevo León, Tamaulipas, Chihuahua, Coahuila, Durango, Zacatecas. El siniestro climático también provocó que las generadoras de energía eólica no funcionaran en los dos lados de la frontera, por lo que el servicio se “congeló” tanto para los consumidores de Texas como para los del norte de México.
El fenómeno natural dejó al descubierto la dependencia que tiene nuestro país del gas natural proveniente de Estados Unidos; mismo que es indispensable para el funcionamiento de las plantas de energía de ciclo combinado. Además, el siniestro reveló que la energía generada por las centrales eólicas no es suficiente para garantizar la continuidad del servicio; pero tuvo otro efecto relevante: puso en el centro del debate nacional la reforma eléctrica preparada por el titular del Ejecutivo.
Para comprender cabalmente el problema de la dependencia de gas natural es importante observar la siguiente gráfica, en donde 39% de la generación de la energía eléctrica proviene del ciclo combinado

La dependencia ha impactado en los volúmenes de importación de gas natural. Según datos de la periodista de “El Economista”, Karol García, las importaciones del energético proveniente de Estados Unidos "en una década han aumentado nada menos que 275%, o en 4,020 millones de pies cúbicos diarios adicionales". Las cifras de la Secretaria de Energía, Rocío Nahle, señalan que entre enero y septiembre del 2020, se importaron 5,479 millones de pies cúbicos al día, cuando en 2010 el volumen fue de 1,459 millones de pies cúbicos. Lo anterior, en medio del gran descuido que ha tenido la inversión en exploración y explotación de las cuencas de gas que abundan en México, como es el caso de la de Burgos, en Coahuila.
Las energías limpias (excluyendo a las hidroeléctricas, en poder de la CFE) generan menos de 15% de electricidad en el país. Existe otro problema: la energía que producen las plantas eólicas y fotovoltaicas y que se transfieren a la red de la CFE para su distribución no es continua; por lo que el suministro permanente depende de las fuentes de ciclo combinado, carbón, combustóleo e hidroeléctricas. Esto es, México –como todos los países del mundo – no puede operar en 100% con energías limpias. En la actualidad de los aproximadamente 80 mil MW de capacidad que tiene el Sistema Eléctrico Nacional, alrededor de 50 mil MW corresponden a plantas que producen todo el día (de base) y unos 30 mil MW corresponden a plantas que no producen todo el día (intermitentes).
No se podría avanzar en la autosuficiencia de la energía eléctrica sin tomar en cuenta el contexto internacional. El gobierno actual se ha comprometido a respetar el Acuerdo de París que implica que el país debe cumplir metas específicas de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI). México se comprometió a que 35 por ciento de la energía generada para 2024 y 43 por ciento para 2030, sería limpia. Dichos objetivos y otros, como reducir en 25 por ciento los GEI de vida corta y en 51 por ciento las emisiones de carbono negro requieren incentivos.