El Estado, la Justicia y la Situación Laboral en México
- Gildardo Cilia López
- 30 nov 2020
- 14 Min. de lectura
Actualizado: 30 nov 2020
Gildardo Cilia, Eduardo Esquivel y Guillermo Saldaña

Sobre el Estado y la justicia
La crisis del neoliberalismo, exacerbada por el problema sanitario, ha traído consigo profundas reflexiones sobre el ámbito de actuación del Estado y ha hecho retomar el concepto de rectoría que parecía olvidado o menospreciado.
La lectura histórica indica que no es posible ignorar las necesidades sociales, a riesgo de enfrentar un proceso convulso; es decir, nada más urgente que mantener las condiciones que posibilitan la convivencia social. El contexto obliga a fortalecer las funciones y atribuciones del Estado como un garante del bien común; siendo, tal vez, la única respuesta contundente para evitar que el malestar social se desborde.
La inmovilidad del Estado en una circunstancia de crisis actúa en contra del interés colectivo; más cuando no se advierte que mantener el estatus quo daña de sobremanera al tejido social. Cuando la desigualdad y la pobreza se agrandan, tiene que resurgir como prerrogativa el concepto de justicia. La democracia y la libertad serían superfluas sin los preceptos éticos, jurídicos y económicos que coadyuvan a una mayor igualdad; y si se omite que el sustento de toda agrupación humana debe ser el bien común.
La justicia distributiva ha sido la tesis política central desde hace 2,500 años: el fin de toda organización política (decía Platón) es conseguir la armonía a través de la debida proporción entre las partes. La humanidad ha descubierto a lo largo de toda su historia, que la existencia del Estado es necesaria para hacer prevalecer la justicia; que el quehacer político se autentifica cuando esta impera sobre cualquier otro concepto por muy virtuosos que fuese. ¿Se podría vivir con libertad en un mundo injusto?
La tendencia histórica de la humanidad es hacia el equilibrio: lo justo debe imperar sobre lo injusto. El tránsito hacia el equilibrio lleva al buen vivir, como resultado de una construcción colectiva y de la interacción continua de los seres humanos. La creación y la configuración del Estado fue consecuencia de la junción de los hombres y su existencia se articula a la necesidad de procurar el bienestar para todos, a efecto de propiciar la convivencia social en un plano ascendente. La función del Estado no puede estar alejada de la justicia; por el contrario, debería circunscribirse a mejorar y a perfeccionar la justicia.
Se concibe que el Estado es la máxima invención del ser gregario, es decir, de los hombres que requieren de agruparse para sobrevivir, primero y para vivir mejor, después. Esta valoración: el vivir cada vez mejor, es la que le da sentido a la función del Estado. La suma de voluntades - que obliga a la distribución de responsabilidades y a la división del trabajo - trae consigo más satisfactores de los que se podrían obtener sin la compartición de objetivos o esfuerzos comunes entre los individuos.
Ningún Estado podría tener una naturaleza efectiva, si carece de fuerza para impartir justicia; de hecho, el ejercicio del poder desde el Estado no tendría fundamento alguno si no estuviera indisolublemente ligado con la procuración e impartición de justicia. Esta consideración lleva al criterio de imparcialidad de la autoridad; esto es, a respetar el principio de que la observancia de la ley es para todos y que la impartición debe efectuarse bajo el principio de igualdad ante la ley. La imperfección del Estado proviene de esa incapacidad de eliminar privilegios; de ser parcial ante los hechos que cotidianamente diferencian las capacidades de los hombres para tener acceso al bien común.
La parcialidad rompe con la base ética de la proporcionalidad, lo que lleva a que las agrupaciones humanas tiendan a fracturarse. El Estado en su conducción no debería favorecer a ciertos individuos, grupos o sectores en contra de la mayoría, sin esperar un deterioro en el ejercicio del poder, sobre todo cuando los privilegios se tornan desmedidos. Pocos podrían sentirse identificados con un Estado que no promueva la solidaridad o que omitiera objetivos que posibilitaran la armonía en el largo plazo. La fuerza del Estado, para que se legitime continuamente no puede desligarse del bien común; no ignorando que el mayor de los costos de esa desvinculación sería la ruptura social.
La igualdad en la economía
En el contexto de la ciencia económica, se ha discutido mucho en torno al Estado, hasta hacer concebir que es innecesaria su acción bienhechora, que los individuos pueden arreglar sus diferencias por sí mismos. Hasta ahora esto es utopía, aun cuando concibamos que el proceso civilizatorio engendrará hombres que dependerán mutuamente de sus virtudes intrínsecas; lo que haría innecesaria la existencia de un Estado que vigile el cumplimiento de las leyes o el derecho ajeno. ¿En el limbo de los tiempos podrá existir ese hombre que actúa con absoluta libertad, sin ocasionar el mínimo perjuicio a los demás? Hasta ahora no es así, ni aun en los Estados catalogados con mayor justicia; esto es, el Estado sigue siendo el medio para posibilitar la convivencia; lo que significa tatar de convivir en lo que es bueno, en lo justo y en la equidad.
Las teorías liberales hacen concebir que en lo más posible hay que prescindir del Estado y han antepuesto – hasta hacerlo su némesis - al mercado. Los seres humanos actúan racionalmente y pueden llegar a acuerdos sin auxilio de nadie; de modo que el equilibrio se daría a partir de la convergencia de actitudes racionales. Respetar la mano invisible, diría Adam Smith, porque las regulaciones pueden trastocar los acuerdos que naturalmente se deben de dar a partir del ordenamiento del mercado.
Los equilibrios (de acuerdo con los economistas clásicos) se dan naturalmente: toda oferta crea su propia demanda y pudieran perderse, pero siempre en forma transitoria. Los salarios - según Ricardo - suelen disminuir cuando existe desempleo, no obstante, ello lleva paradójicamente a una mayor contratación, lo que posibilita el equilibrio inicial de la masa salarial; ello en un entorno en donde la productividad sea la misma y sin agregar horas a la jornada laboral. El bien común se daría en forma natural, porque a cada uno le correspondería lo que aporta y la mejora en los ingresos respondería más a una mayor productividad proveniente del cambio tecnológico o a la intensificación de la jornada laboral. ¡Si aporto más, gano más!
Bajo la perspectiva liberal, desde el plano estrictamente económico, la presencia del Estado carecería de sentido. ¿Por qué persiste como rector de la vida económica?, podríamos en este sentido establecer dos hipótesis:
• Primera, porque los desequilibrios suelen ser recurrentes y periódicos por shocks en la oferta o en la demanda, más cuando se presentan simultáneamente; porque ante circunstancias imprevistas algunos mercados suelen desplomarse y la reactivación requiere de ciertos acuerdos entre los países; porque resulta imposible prever el futuro y las contingencias que se presentan; porque el mercado, por sí mismo, impone utilidades o pérdidas a partir de movimientos especulativos; porque no se puede descartar que exista egoísmo, engaño: la sobreponderación de activos, entre otros aspectos.
• Segunda, porque aun cuando los desequilibrios sean transitorios, dañan mucho: un día sin ingresos para un hombre y su familia, se transforma en cruel desesperación.
Se puede matizar el significado y abandonar el criterio de que el bien común no es el que le corresponde sólo a la mayoría o es el que sirve únicamente para satisfacer las necesidades de las masas; equiparándose al bien común como el bien de todo el pueblo, sin excluir a nadie; lo que obliga también a respetar los derechos de las minorías. Generalmente dentro de estas minorías se encuentran los empresarios o los que invierten.
Dentro de una de las vertientes de la visión del sistema capitalista, está la concepción de que pocos hacen mucho, porque asumen riesgos y con ello se generan empleos y los satisfactores que requieren la mayoría para sobrevivir. En momentos de crisis profunda – como la pandémica que estamos viviendo – las inversiones de los particulares siempre van a ser insuficientes y no bastaría contar con un Estado benefactor; más bien se requiere de un Estado coinversor, a riesgo de tener una recuperación lenta que lleve por mucho tiempo a niveles mínimos de bienestar ¿Cómo vivir racionalmente en una economía que no genera empleos?
Sectores sociales, partidos o grupos políticos pueden discrepar y hacer prevalecer leyes acordes a intereses minoritarios y ello no es del todo incorrecto. Socialmente siempre va a existir ciertas dosis de inconformidad. Sin embargo, esto no debe significar una negación del derecho mayoritario: el ejercicio político se debilita cuando frívolamente consideramos que la mayoría o la masa debe supeditarse a los intereses de minorías; algunas veces considerando que es necesario el sacrificio de los más en beneficio de los menos, esperando con ello frutos a futuro.
La situación laboral en México
En los últimos 50 años nos hemos movido con tesis que a la luz de los acontecimientos parecen espejismos, mitos o fundamentalismos:
• Hemos creído que la democracia iba a traer, por sí misma, un sistema de igualdad y de justicia.
• Hemos creído que con altas tasas de crecimiento se iban a lograr los equilibrios básicos que requería la economía, particularmente en el mercado de trabajo: más empleo y mejor remunerado; favoreciendo al conglomerado social más importante del país. Bajo este enfoque, las políticas asociadas a una mejor distribución del ingreso pasaron a un segundo término.
• Concebimos que el mercado iba a generar, por sí mismo, una asignación eficiente de los recursos y que había que aprovechar con plenitud las oportunidades que ofrecía la globalización económica y la integración comercial para impulsar las inversiones y el cambio tecnológico, a efecto de propiciar las tasas de crecimiento que el país requería. La tesis parecía lógica, el Estado en los años setenta se encontraba sofocado, la excesiva intervención y el dispendio habían conducido a una crisis fiscal sin precedentes con efectos devastadores: inflación, altas tasas de interés, devaluación, desinversión, fugas de capital y recesión.
Cierto, el ajuste estructural de las finanzas públicas le dieron un mayor grado de estabilidad económica y financiera del país, pero resultó imperfecto para ofrecer perspectivas sólidas en materia de desarrollo social. Los resultados han sido magros: se creció a tasas mediocres en relación con las aspiraciones que se tenían en la generación de empleo; el país se hizo más desigual: se concentró la riqueza y una inmensa población se hizo más pobre; el crecimiento se centralizó solamente en ciertas sectores y ramas productivas, vinculados al sector exportador y en pocos polos de desarrollo regional; y la emigración se hizo masiva, abarcando los ámbitos rural y urbano.
Desde los años setenta y desde el Banco de México, se había advertido sobre la necesidad de que la economía del país creciera en forma sostenida a una tasa de 6% para generar los empleos que requería la población y que se iban a requerir en el futuro. La meta ha sido la obsesión de todos los gobiernos de la República desde los años ochenta y pareciera por los resultados un sueño inalcanzable.

Es claro que en las últimas tres décadas no se ha crecido con la tasa requerida, pero además la disparidad social se ha acentuado: el 10 % de la población más acaudalada acapara casi 40% del ingreso disponible, mientras que 40% de los mexicanos apenas si perciben 12.5% del ingreso. El análisis por deciles evidencia que 20% de los hogares (deciles IX y X) concentra 52% del ingreso nacional, mientras que el 80% restante, 42%. (ENIGH).
En el balance de los últimos 30 años, nada más grave que la pobreza laboral, encauzada por una liberación a medias: todo se quiso liberar, pero se mantuvieron durante todo ese periodo salarios bajos, en aras de poder alcanzar altas tasas de crecimiento económico que nunca llegaron. Sufrieron los más, se beneficiaron los menos, aun en contra de la doctrina: mantener artificialmente bajos salarios significa oponerse a las leyes del mercado. Los frutos del progreso iban a llegar para todos después, había que tener paciencia. Y sí, se tuvo mucha paciencia.
El tema que más llamó la atención en las negociones del Tratado de Libre Comercio entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC), fue el referente al nivel salarial existente en el país. No debió ser sorpresivo si se toma en cuenta que esto constituye un dumping comercial. Algunas estimaciones indican que mientras en Estados Unidos los trabajadores reciben un salario promedio de 20.8 dólares por hora, en México apenas se perciben 2.2; es decir, un trabajador estadounidense gana 9.5 veces más que un mexicano. Si se considera a los empleos especializados existentes en la industria automotriz, la diferencia comparativa se reduce, no obstante, sigue siendo significativa: por cada dólar que recibe un trabajador mexicano, la remuneración en Estados Unidos y Canadá es de 4 dólares.
Los datos anteriores, por sí mismos, ayudan a explicar las fuertes presiones que existen y que proseguirán por parte de nuestros socios comerciales en materia laboral, particularmente en lo referente al Capítulo 23 del T-MEC, con el propósito de hacer más equiparables las condiciones de inversión. Se podría pensar que, con el arribo de los demócratas, las presiones para cancelar proyectos podrían disminuir, pero ello nos llevaría a una visión errada: progresivamente debe eliminarse el dumping salarial, a riesgo de que el incumplimiento lleve a sanciones que conduzcan a desviar las inversiones fuera de nuestro territorio.
Antes del T-MEC - desde el ingreso al GATT en 1986 y la posterior integración comercial con nuestros vecinos del Norte (TLCAN), que dio inicio el 1° de enero de 1994 - el Gobierno mexicano había tomado como una bandera fundamental para promover la inversión extranjera en el país, la existencia de salarios que se situaban (que se siguen situando) por debajo de los de Estados Unidos y Canadá y de otras economías del mundo; convirtiéndose esto en el principal factor de competitividad internacional. Además, claro está de ofrecer diferentes incentivos y estímulos fiscales.
Dicha estrategia de depresión salarial pudo haber sido congruente con los fines de promoción de la inversión en el país, pero socialmente constituyó un despropósito.
La vinculación extralógica que se le dio al nivel salarial con respecto a la tasa de rentabilidad de las corporaciones transnacionales, se extendió de manera natural hacia toda la economía, lo que ha propiciado que las ganancias se deriven más del bajo costo de los salarios, sin que se hubiera dado con mayor profundidad los procesos de reconversión productiva, condición básica para impulsar la utilidad de las empresas a partir de una mayor productividad. Esta estrategia mantuvo artificialmente los salarios por debajo de los estándares de nuestros principales socios comerciales, aun cuando los niveles de productividad pudieran ser similares, sobre todo cuando se trata de trabajos especializados en industrias como la automotriz.
La estrategia de contención salarial resultó ilógica, cuanto más si se considera que uno de los propósitos de la apertura y de la integración comercial ha sido recibir los beneficios de la transferencia tecnológica para aumentar la productividad; siendo ésta la base natural para incrementar los salarios. Tanto la tasa salarial real como la masa salarial en relación con el Producto Interno Bruto (PIB) debieron haber aumentado y únicamente se explicaría su descenso si las condiciones productivas no hubieran cambiado, o incluso descendido. ¿Acaso después de 30 años no se incorporaron procesos tecnológicos relacionados con la automatización y la digitalización, que debieron haber ampliado las bases productivas del país y con ello los salarios?
Pudiera ser que no se hubiera dado el cambio tecnológico con la profundidad debida; pero el suponer que las condiciones no cambiaron y que por ende, los salarios no tendrían que aumentar, sólo reafirmaría que la estrategia volcada hacia el libre mercado no cumplió con su cometido.
La pérdida del poder adquisitivo había sido extraordinaria, ubicándose el salario mínimo real de 2018 por debajo de 15% si se comparaba con el que existía en 1994. La tendencia salarial durante el periodo de vigencia del TLCAN fue prácticamente de estancamiento. Esta tendencia se revirtió en los dos últimos años, al registrarse un incremento real en los salarios mínimos de alrededor de 28% (el dato de 2020 es preliminar).

El incremento nominal en 2020, de 20%, llevó al salario mínimo a un monto mensual de $3,696.60. Fue buena noticia si se toma en cuenta que durante este año se destina 44.4 % del salario mínimo para adquirir una canasta básica alimentaria personal; sobre todo porque esa relación era de 50.4% en 2019. Esta capacidad adquisitiva se erosionaría, si además se contempla que en promedio una persona gasta alrededor de $1,200 por transporte público ($40.00 diarios); lo cual indica que sólo le quedarían $855.45 para otro tipo de gastos, como ropa, calzado, luz, gas, agua, drenaje, teléfono, internet, entre otros. Es decir, la tendencia aun cuando es positiva, sigue siendo insuficiente para que las personas abandonen el umbral de la pobreza.

Es obvio también señalar que el salario mínimo alcanza para cubrir las necesidades de una sola persona; sin embargo, el salario mínimo familiar debería ser de $14,786, tomando como referencia a cuatro personas, lo que obligaría a que todos los miembros de la familia trabajasen, de percibir cada uno un salario mínimo. Eso no se debería dar, principalmente, porque en los senos de las familias hay niños y su contribución debería ser nula, al menos que se incurra contra los derechos humanos de la infancia. Lamentablemente el trabajo infantil se da en un número considerable de casos: según INEGI, 3.2 millones de personas entre 5 y 17 años laboran.
Los incrementos salariales, cierto, son los más importantes en los últimos 30 años, pero siguen siendo extraordinariamente bajos si se considera el salario mínimo de nuestro principal socio comercial: 1,256.7 dólares por mes en Estados Unidos frente a 198 de México. Pareciera una utopía tratar de equiparar la tasa salarial de México con la de Estados Unidos, sobre todo en el corto plazo, aun cuando sea la tendencia que se deba seguir; empero, las tres décadas de contención propició que el salario mínimo se tornara en el más bajo de las principales economías emergentes de Latinoamérica (Brasil, Argentina y Chile), e incluso que sea menor a los que se registran en Guatemala, Honduras y el Salvador; lo que correctamente el presidente de la República ha calificado como vergonzoso.

Hay quien piensa que el salario mínimo, sólo sirve como un monto de referencia; que en realidad muy pocos los perciben. Desgraciadamente no es así, de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), para el primer trimestre de 2020, 22.6% de la población ocupada percibía un salario mínimo; 35.7%, más de 1 hasta 2 salarios mínimos; 15.6%, más de 2 hasta 3 salarios mínimos; 6.7%, más de 3 hasta 5 salarios mínimos y 2.8%, más de 5 salarios mínimos.
En números redondos, 32 millones de mexicanos, 58% de la población ocupada, percibe menos de $7,393 pesos. No debe olvidarse que el salario mínimo alcanza para cubrir las necesidades básicas de una persona, pero por lo general con el salario de uno se mantienen a más personas: a un hogar. El Banco Interamericano de Desarrollo (BID), estima que 55 millones 515 mil personas – sobre un cálculo de 127 millones que habitan en el país – no cuenta con recursos suficientes para comer o cubrir otras necesidades básicas, pese a que alguien de la familia trabaja. https://www.jornada.com.mx/2020/11/22/economia/021n1eco

El bajo nivel de los salarios ha impactado de manera significativa a la masa salarial, atrofiando el mercado interno, la demanda agregada y en general, el consumo que es uno de los factores que catapultan el crecimiento. La CEPAL reporta que México tiene la participación salarial más baja con respecto al ingreso nacional de América Latina, al ubicarse en 34%, en tanto que el promedio regional es de 50.5%. Con respecto a los países desarrollados la comparación es aún más drástica, ya que este indicador se ubica en 56%, en promedio, tomando en cuenta países como Reino Unido, Japón o Francia.
El rezago tecnológico ha llevado a un uso intensivo de la mano de obra. Las horas trabajadas promedio por trabajador ascienden a 2,258, contra 1,780 de Estados Unidos, 1,695 de Canadá y 1,746 de los países del OCDE (datos de 2017). El peor de los escenarios: los trabajadores mexicanos son de los que más laboran en el mundo, pero de los que menos ingresos perciben. ¿Cómo no esperar que se haya frenado el capital físico, social y humano? ¿Cómo despegar en la productividad cuando se vive en la pobreza y se tiene poco tiempo para el aprendizaje tecnológico y la capacitación? ¿Cómo no modificar nuestras bases de desarrollo, cuando millones de personas han quedado excluidas de sus frutos, viviendo sólo al día?
Debe decirse como corolario que los bajos salarios afectaron dramáticamente casi todo: hizo más desigual al país; desterró a millones de mexicanos de sus hogares y tornó más ineficiente al Estado:
• La migración ha sido exacerbada y continua, algunos analistas estiman que en algunos años de la primera década de este siglo emigraron hacia los Estados Unidos hasta 500 mil personas en busca de mejores condiciones de existencia.
• Los bajos niveles de expansión económica han abultado también el empleo informal en todas sus modalidades. De acuerdo con INEGI este esquema de empleo suma alrededor de 31 millones de personas, lo que representa el 56.4% de la población ocupada.
• La baja masa salarial, la estructura deficiente en la distribución del ingreso y el empleo informal, son un factor de presión de las finanzas públicas en tres sentidos: primero, porque existe una baja base recaudatoria; segundo, porque obliga a que los programas asistenciales tengan un carácter permanente y tercero, porque condiciona a que el Gobierno mexicano tenga que ser escrupulosamente austero ¿Cómo esperar que el Estado invierta más y atienda satisfactoriamente las carencias de importantes núcleos de la población, si la recaudación fiscal representa 16% del PIB, cuando en los países del OCDE, en promedio, es de 34%?
Es claro que no se puede seguir así; que no puede existir una verdadera transformación si no se restituye la justicia laboral. Ese es el verdadero reto del actual gobierno.
(Esta historia continuará)


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