Gildardo Cilia López, Alberto Equihua, Guillermo Saldaña, Eduardo Esquivel y Arturo Urióstegui

El Semáforo en Rojo
No ha existido un periodo económico más desafortunado en México que el de 1983 a 1988. Son años en los que se vivió con alta inflación (hiperinflación) y con tasas de crecimiento mediocres o de estancamiento; es decir, se suscitó el peor de los escenarios posibles: estanflación (estancamiento con inflación).
El semáforo se quedó en rojo, sin mudar de ese color en ningún año, con tasas de inflación mayores a 10%. Con una característica adicional, la inflación promedio de 1983 a 1988 fue de 86.7%, más allá de cualquier límite tolerable.

Este periodo se ha tratado con enorme cautela, sin que se pueda aclarar del todo si hubo errores en el manejo de variables o indicadores económicos y financieros o en la estrategia económica. Lo cierto es que se vivió un “viacrucis” con costos que se siguen resintiendo todavía.
La figura del presidente Miguel de la Madrid es ambivalente. Hay quien lo considera como un reformador, como el hombre que modificó el curso histórico: el que desterró al nacionalismo revolucionario para introducir conceptos modernizadores sustentados en la disciplina fiscal y en la liberalización del comercio y del mercado de capitales. Todo ellos necesarios para solucionar los problemas macroeconómicos originados por la crisis fiscal y de deuda del Estado mexicano, que detonó en 1982.
Del otro lado, está la figura de un Mefistófeles que transformó la economía del bienestar a un estancamiento estabilizador; es decir, a un régimen económico sombrío, sin sentido social, que afectó las posibilidades del porvenir con pleno empleo y con una distribución progresiva del ingreso.
Las discrepancias nos llevan a uno o a otro sentido, pero las más de las veces se concluye que la crisis experimentada de 1983 a 1988 provino de un “coletazo”; sí, de un golpe provocado en 1982, que tuvo una onda expansiva de largo alcance. Jonathan Heath, por ejemplo, considera que costó casi una década resolver los desequilibrios provocados por Luis Echeverría y José López Portillo, esto es, los déficits fiscales y externos; con la consecuente escalada del nivel de precios, hasta llegar en 1982 a casi tres dígitos; lo que a su vez llevó a una sobrevaluación y a un agotamiento de reservas, hasta condicionar una devaluación traumática. “El país (afirma Heath) terminó básicamente quebrado". https://jonathanheath.net/equilibrios-macroeconomicos/
Este tipo de apreciaciones no carecen de sentido, empero, poco ayudan a fundamentar el conocimiento a partir del análisis económico, que desde luego debe ser exhaustivo. Resulta más conveniente, en su caso, reconocer que hubo errores de aprendizaje, lo que conllevaría a profundizar en el examen de las causas.
La primera gran enseñanza la dieron los gobiernos populistas: no se puede crecer permanentemente con inflación; porque conlleva a grandes desequilibrios que terminan por crujir en un crac. La segunda lección data de 1983: la estabilidad económica, por sí misma, podría ser insuficiente para alcanzar el crecimiento que posibilita el equilibrio del mercado laboral.
El semáforo, de 1983 a 1988, en términos de crecimiento económico, también se atrofió al permanecer en rojo durante seis años; recordando que el país en materia de empleo requiere cuando menos una tasa de crecimiento económico de 6 por ciento. Existen dos años (1983 y 1986) con estancamiento e inflación. El de 1986 fue el del colapso mayor combinado, con un decaimiento de 3.7% y una tasa de inflación de 159.2%.

Sin embargo, el dilema no concluye ahí. Durante el gobierno del presidente de la Madrid se buscó a toda a costa el equilibrio fiscal; se trata, sí, de un gobierno austero que además privatizó o se deshizo de 1,138 empresas paraestatales, de las 1,551 que existían. Por el lado del ingreso, se incrementó el impuesto al valor agregado (IVA) de 10 a 15 por ciento y se crearon diversos impuestos especiales. ¿Cómo explicar qué pese a los esfuerzos de racionalidad económica y de fortalecimiento fiscal, haya existido una inflación sin precedentes dentro de los anales económicos del país?
Lo primero que se observa, detrás de los semáforos, es el incremento en dos costos claves: la tasa de interés y el tipo de cambio. A tal punto que se pierde la relación causa-efecto, existiendo una retroalimentación perversa: ¿por qué sube la tasa de interés?, porque sube la tasa de inflación; ¿por qué sube la tasa de inflación?, porque sube la tasa de interés. Círculo que se da en un perpetuo vaivén durante cinco años. Véanse las tasas de interés mayores a 3 dígitos durante lapsos largos.

¿Era útil elevar las tasas de interés? Diría que fue la forma de fomentar el ahorro, atraer capitales y evitar la fuga de capitales, que “golondrinos" seguían volando. El remedio fue peor que la enfermedad (veneno puro) no sólo se contrajo la demanda o se encareció el costo financiero o se elevaron las tasas de rendimiento exigibles de los proyectos de inversión, creció en forma desproporcionada la deuda pública, con el agravante de que todos los instrumentos financieros (líquidos y no líquidos) se hicieron extremadamente caros.
La perversión del fenómeno inflacionario propició relaciones de intercambio extremadamente desfavorables para el país. En la siguiente gráfica se puede observar el diferencial de las tasas inflacionarias (barras en rojo) entre México y Estados Unidos. La escala negativa para nuestro país fue impresionante:

El diferencial de precios llevó a una devaluación continua, a efecto de detener flujos de capital hacia el exterior e ilusoriamente promover la competitividad de nuestras exportaciones. La devaluación acumulada de diciembre de 1982 al mismo mes de 1988 fue de 1,440%.

En un país con un alto componente de importaciones, la devaluación se tradujo en costos; de modo que la relación causa-efecto también terminó en un circunloquio: se devalúa por inflación y hay más inflación por devaluación.
La gravedad por escasez de dinero y de capital y la necesidad de detener el vacío que provocó un barril sin fondo, condujo a un crecimiento escalofriante de la deuda externa. La proporción de la deuda externa llegó a representar en 1986 y 1987 más de 100 por ciento del PIB.

Si se analizan las reservas internacionales, cuyo propósito es propiciar la estabilidad cambiaria, debe decirse que la deuda externa llegó a sobrepasarla por muchas veces. Se recurrió continuamente a la deuda, a efecto de no tener las arcas vacías.

El colapso provocado por el mal manejo de variables esenciales llevó a una nueva bancarrota. Ni siquiera se cumplió con el propósito de contar con un balance público positivo. Ningún gobierno puede dejar de gastar y ante la magnitud de los requerimientos se tuvo que recurrir al déficit fiscal, con su efecto propulsivo sobre la inflación.

El espectro de la crisis en 1986 fue horroroso: una medusa con múltiples balances negativos tanto internos como externos, pero sin sostén alguno: ¡nos habíamos quedado sin fondos! Las reservas internacionales disminuyeron en más de la mitad de 1987 a 1988.

La lección fue costosa: no es posible llegar a equilibrios sustantivos cuando se tienen altos costos por tasas de interés y devaluaciones continuas.
La inflación hizo mella en los ingresos reales de todos los mexicanos, particularmente en las remuneraciones de los trabajadores. Se concibió que la actualización de los sueldos conforme a la tasa inflacionaria (indización) podía ser nociva tanto para la estabilidad de precios como para la inversión. El salario real, así, tuvo una depreciación de 42% de 1983 a 1988. El neoliberalismo tuvo un parto y una primera infancia difícil, lo que propició el mayor de sus defectos: creció hacia afuera, pero sin vitalidad interna. Con esta deformidad crecer bien, con el ritmo requerido de 6 por ciento, se tornó en una utopía.

El error de diciembre
Frente a la crisis, al fenómeno estanflacionario, no hubo un cambio de viraje con Carlos Salinas de Gortari; por el contrario, surgieron importantes reformas que consolidaron el proceso de apertura de la economía nacional.
Pactos por el crecimiento y, sobre todo, el tratado de libre comercio con Estados Unidos y Canadá, definieron una época que tenía como propósito modernizar el motor de la economía, es decir, crecer con una visión competitiva. No hubo corrección hacia adentro, todo hacía afuera, el mercado y las privatizaciones eran los engranajes que el país necesitaba. Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo articularon la estrategia de crecimiento económico a partir de los beneficios que iban a traer, por sí mismo, el libre juego de las fuerzas del mercado.
¿Hubo logros sustantivos? Lo primero que debe decirse es que las experiencias anteriores sirvieron mucho para corregir distorsiones, pero no en la magnitud requerida. Disminuyó, es cierto, la tasa inflacionaria: bajarla a alrededor de un 20 por ciento fue todo un logro, pero no dejó de ser un logro insuficiente.

El semáforo no dejó de estar al rojo vivo durante esos 12 años. Es decir, se trata de un periodo con altas tasas de inflación y bajas tasas de crecimiento. Aun cuando hay que reconocer que meritoriamente se supo contener el fenómeno hiperinflacionario y llevarlo a niveles menos volátiles. Con Zedillo se alcanzó por última vez una tasa de crecimiento superior a 6 por ciento, después de 1997 la economía del país no ha experimentado un crecimiento de ese tamaño.

Siempre existe el deseo de matizar los hechos y es correcto. Se observa que en 1996 la tasa de crecimiento económico es de 6.8% y que la misma se da después de que la economía se había contraído en el año precedente en -6.3 por ciento. Es lógico que sobre una base baja la expansión sea naturalmente alta y hay que aclararlo aritméticamente: de 1 a 2 hay un crecimiento de 100 por ciento, en tanto que de 2 a 3 el incremento es de 50 por ciento; es decir, se crece en un punto, pero el impacto relativo es distinto. Por eso, el incremento obtenido en 1997 es todavía más resaltable y en efecto, después de ese año, hay que reiterarlo, el país sólo ha tenido tasas de crecimiento mediocres.
El aprendizaje fue lento, previo a 1995 hubo un daño mayúsculo, el llamado “error de diciembre”. No es un error incierto, todo tiene que ver con las relaciones de intercambio en una economía abierta y el deseo de tratar de “anclar” el tipo de cambio para evitar su depreciación perniciosa.

Debe decirse que técnicamente para evitar una devaluación continua, el criterio de estabilidad es primordial. No se puede intentar anclar el tipo de cambio si el diferencial de precios con respecto al principal socio de referencia es extremadamente alto. Ese fenómeno se hace evidente cuando se aprecia la siguiente gráfica:

¿De quién fue el error de diciembre de 1994? Culpar al otro, no es precisamente una actitud digna, pero aquí no se trata de una clase de ética. Lo cierto es que el fenómeno inflacionario diferencial originó una fuga masiva de capitales hasta erosionar nuestras reservas internacionales. Este colapso es notorio, baste decir que las reservas disminuyeron en más de 18 mil millones de dólares al finalizar 1994:

El precipicio llevó a contratar más deuda; de hecho Clinton nos rescató con un empréstito de 20 mil millones de dólares. Así, la deuda externa representó 55 por ciento del PIB en 1995, el más alto observado desde 1988.

También la deuda externa se hizo cuantiosa con respecto a las reservas internacionales; ello como resultado del incremento de la deuda externa y del agotamiento de las reservas.

La experiencia llevó a no tratar de anclar artificialmente el tipo de cambio, sino a dejarlo fluir conforme a las condiciones del mercado. Asimismo, llevó a entender que su verdadero control dependía de dos variables básicas: mantener una tasa inflacionaria baja y más competitiva con respecto a Estados Unidos y contar con suficiencia de reservas internacionales para consolidar el sistema cambiario.
La crisis nos llevó a experimentar, en 1995, el peor de los escenarios: estanflación, el mismo que habíamos experimentado en 1982, en 1983 y en 1986. En 1995, el decrecimiento fue de 6.3% y la tasa inflacionaria fue de 52%. Dentro de la lógica de mercado, se volvieron a incrementar las tasas de interés, secularmente parecía que otra vez se entraba al circulo perverso: más inflación, mayor tasa de interés; mayor tasa de interés, más inflación:

Si hubo algo distinto en el manejo de la crisis de 1995 fue que no se recurrió a un mayor gasto sustentado en el déficit en las finanzas públicas; más bien se sostuvo un déficit razonable sin que rebasara negativamente al 2 por ciento del PIB. En 1996 y en 1997 se creció con un equilibrio fiscal; las sombras del keynesianismo parecían haberse extinguido: se creció sin un Estado expansivo.

Parecía, por fin, que el mercado podía detonar el crecimiento, que los que tenían para invertir, invertían; ¡ah!, “es que existía un clima de confianza para la inversión”. ¿Podía no haberlo? Salir de la crisis del 95, significó una cuantiosa erogación de recursos para el Estado, mismos que se destinaron para rescatar a los bancos, o si se quiere para rescatar al sistema de pagos. El Fobaproa representó 14.5% del PIB y el 60 por ciento de los recursos para el rescate bancario fueron públicos. El “ogro” estaba exhausto y no podía darle aliento a la economía; esto es, si los beneficiarios directos o indirectos no hubiesen reaccionado positivamente la hondonada se hubiera convertido en un precipicio sin fin.
Generar “las condiciones para la estabilidad y la inversión” implicó asumir una deuda pública por 552 mil millones de pesos; deuda que, por cierto, se sigue pagando. Las circunstancias también obligaron a la disciplina fiscal, es decir, a tratar de no erogar recursos por encima de nuestras posibilidades, tornándose en un factor importante para mantener tasas de inflación razonables; pero no para crecer al ritmo que requiere el país. Después de un espejismo de tres años, en 1999 el incremento en el PIB fue de 2.8%, iniciando un largo periodo con tasas mediocres.
Hay quien supone que los gobiernos son eficientes si saben administrar crisis. No es una visión errada, pero debemos ponderar, primero, que costó mucho avanzar, hasta que se entendió que la estabilidad económica es un bien inapreciable. La solución no sólo consiste en tratar de gastar conforme a la capacidad presupuestal; también, como se ha visto, es indispensable saber manejar las variables e indicadores económicos dentro de una visión dinámica, considerando los procesos cíclicos y coyunturales. En el mismo sentido, se deben mantener reformas que han sido soportes indispensables para mantener un enfoque congruente en materia de estabilidad de precios y cambiaria, como lo es la autonomía del Banco de México y mantener la prohibición del financiamiento directo del Instituto Central al Gobierno Federal, por ser claramente inflacionario.
No podríamos concluir, sin tocar el tema de los ingresos reales. Durante todo este periodo se siguió depreciando la capacidad adquisitiva de la gente. Nuestro sistema económico se hizo más deforme. Con respecto a 1982, el salario mínimo real en 1999 sólo representaba un 38%. El neoliberalismo a la mexicana significó, sí, más pobreza y desigualdad.

Tener salarios bajos se convirtió en eslogan para promover nuestra competitividad y atraer capitales. Nos adentramos a una nueva época tratando de usar cincel y martillo. La visión modernizadora no se sostuvo en encontrar los mecanismos para asimilar en forma generalizada el avance tecnológico del mundo, sino en mantener bajos los ingresos reales de millones de mexicanos.
…Esta historia continuará.
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