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La política fiscal y el dilema de subir impuestos para crecer más. ¿México debe subir impuestos?

Actualizado: 3 may 2021

Gildardo Cilia, Alberto Equihua, Guillermo Saldaña y Eduardo Esquivel

La revolución de Biden


Es de elogiarse que el presidente de los Estados Unidos, un hombre de 78 años, encabece una revolución económica que pretende reconstituir las bases del desarrollo del sistema capitalista. El discurso pronunciado el 28 de abril del 2021, para celebrar sus primeros 100 días como presidente, llamó poderosamente la atención por su alto contenido social y económico y por significar una ruptura con respecto a la política económica emprendida desde los años ochenta del siglo pasado por Ronald Reagan y que han adoptado gobiernos posteriores de ese país; así como por un número importante de gobiernos del orbe. Dentro de su visión económica, lo primero que hay que destacar es el abierto rechazo a la economía de goteo (trickle down economics). Más claro no pudo haber sido: “la economía del goteo nunca ha funcionado”.


La teoría del goteo se sustenta básicamente en una concepción fiscal que privilegia a los grandes negocios y a los ricos con bajos impuestos como un instrumento para estimular la inversión y la generación de empleos. La mayor acumulación de riqueza se convierte, así, en un techo poroso que hace trasminar recursos a los pobres; por lo que esta derrama resulta más eficiente que cualquier política fiscal expansiva. La gran duda es si al concentrarse la riqueza, en efecto, se amplían las inversiones en los montos y ritmos requeridos por la sociedad; o si, por el contrario, este proceso vuelve al dinero perezoso al favorecer más mecanismos de especulación y de ahorro. Volvemos, sí, a la discusión de siempre: ¿tenderá a existir un equilibrio natural entre la oferta y la demanda agregadas; ó más bien, por la acumulación de ahorros, se requerirá de una política expansiva que favorezca la distribución del ingreso hacia amplias capas de la sociedad para propiciar este equilibrio a través de la demanda agregada?


La posición de Biden es clara, hay que inyectar de recursos a la economía, pero sobre bases sólidas; es decir, ampliando el espacio fiscal. El plan expansivo suma 5.9 billones de dólares, pero no descuida el incremento de ingresos tributarios mediante una política fiscal progresiva. La ampliación del gasto, por una parte, se dirige a expandir los programas de asistencia social y educación para familias y a dotar de ingresos al 85% de la población de Estados Unidos y a los pequeños comercios y negocios; por otra parte, el plan de infraestructura se ha convertido en la estrategia de empleo más ambiciosa desde la Segunda Guerra Mundial.


No deja de sorprender el presidente de los Estados Unidos cuando advierte que sus propuestas están encaminadas a generar empleos bien remunerados para los trabajadores estadunidenses, con el propósito de reconstruir el país; subrayando que:

“Wall Street no construyó este país. La clase media construyó este país, y los sindicatos construyeron la clase media”.

Sus conceptos progresistas tienen un contundente corolario: “Es hora de hacer que la economía crezca de abajo hacia arriba”, aclarando que mientras 20 millones perdieron su empleo, 650 multimillonarios estadunidenses incrementaron su riqueza por más de un billón de dólares.


Los tres ejes de la política fiscal del gobierno estadounidense, en consecuencia, son: 1) rescatar la economía; 2) crear y hacer crecer la infraestructura y 3) ampliar la red de bienestar y reducir la pobreza. El mismo diagnóstico económico lleva a establecer que gran parte de esos programas deberán ser pagados a partir de un incremento significativo de los impuestos hacia los más ricos. Es decir, se trata de gastar más, pero generando el espacio fiscal para tener una fuente del financiamiento sana y consistente. Así los principales vectores de la política tributaria del gobierno norteamericano son los siguientes:

  1. Aumentar los impuestos a las grandes corporaciones de 21% a 28%. (Trump, creyente de la teoría del goteo, había bajado la tasa de 32% a 21%).

  2. Que los hogares que ganan más de US$ 1 millón al año paguen impuestos más altos.

  3. Incrementar la tasa sobre las ganancias de capital marginal de 37% a 39,6%

  4. Poner fin a la exención de impuestos que permite a los inversores inmobiliarios diferir los impuestos cuando intercambian propiedades por ganancias superiores a US$ 500.000.00.

  5. Acabar con la evasión fiscal, lo que según estimaciones aumentará los ingresos para el gobierno en US$ 700.000 millones.

  6. Eliminar exenciones e incentivos fiscales.

  7. Reemplazar los subsidios a energías fósiles para impulsar las limpias.

Parece increíble que un presidente ubicado dentro del ala conservadora del Partido Demócrata ofrezca estas soluciones para impulsar a la economía norteamericana. A ojos cerrados, sin saber quién está al frente de los que han configurado esta estrategia fiscal, se podría “afirmar” que se trata de un político de izquierda, o se le calificaría incluso de populista; pero no es así, se trata de un hombre objetivo y pragmático, que concibe que para poder avanzar en la solución de la crisis pandémica es necesario reconstituir el nivel de ingreso de millones de personas: el de la capa social mayoritaria de su país.


¿Qué es el espacio fiscal?


Se debe ofrecer una disculpa por iniciar este apartado en forma academicista, pero es necesario para poder entender el contexto en el que se encuentra la economía de México y el de los demás países emergentes, así como el de los países desarrollados.


El espacio fiscal es la capacidad que tienen los países para enfrentar un fin o un problema específico (es el caso de la pandemia del Covid-19), sin que se ponga en riesgo su sostenibilidad fiscal ni su acceso a las diversas fuentes de financiamiento (internas e internacionales) en el largo plazo. Todas las políticas en 2020 se instrumentaron para combatir la pandemia; pero lo importante es evaluar que tanto pusieron en riesgo la sostenibilidad fiscal y la capacidad de los países para contratar deuda para enfrentar desafíos; el más importante ahora, reactivar la economía.


El esfuerzo para atender la crisis pandémica fue enorme, porque inéditamente significó un choque tanto de la oferta como de la demanda. Los estímulos fiscales representaron a nivel global más de 11.7 billones de dólares en 2020, es decir alrededor de 12% del Producto Interno Bruto (PIB) mundial. Desde luego, la respuesta fue distinta, ya que dependió básicamente del tamaño y la capacidad económica de los países, así como de las características estructurales de cada economía. Las medidas fiscales discrecionales en las economías avanzadas representaron, en promedio, 20% de su PIB; en tanto que en las economías emergentes (o de ingresos medios) y en las que se encuentra en vías de desarrollo (o de ingresos bajos) los índices fluctuaron entre 1 y 8%.


Las medidas fiscales discrecionales o de apoyo asumieron diferentes formas. Vale la pena hacer un breve recuento: fuerte asignación del gasto en salud; transferencias directas a los hogares; apoyos directos y facilidades de crédito a trabajadores y a empresas; ampliación de la cobertura de la seguridad social; periodos de gracia en el pago de impuestos; subsidios para el pago de salarios y esquemas de retención temporal del empleo; reducción de tasas impositivas y periodos de gracia para el pago de impuestos y pagos diferidos de contribuciones sociales; inyecciones de capital a empresas estratégicas; exenciones y/o subsidios al pagos de servicios públicos, entre otras.


Todos estos apoyos respondieron a la necesidad de evitar en lo más posible el shock económico; pero las economías, se quiera o no, se mueven a partir de sus capacidades. Muchos países – sobre todo, los emergentes – estrecharon su espacio fiscal, hasta volverlo riesgoso y es claro que ahora, están en problemas porque no cuentan con suficientes recursos para continuar con la lucha pandémica e impulsar la economía, particularmente el empleo.


Aquí sí importa el contexto en el que se desenvuelven las economías: las desarrolladas pudieron incrementar su deuda pública, ante el margen que dejaba la posibilidad de mantener tasas de interés cero, dada la brecha de inflación marginal o francamente negativa, además no debe olvidarse que suelen ser exportadoras de capital; en tanto que el espacio fiscal de las economías emergentes y pobres era limitado por tres diferentes razones:

  1. La existencia de un alto endeudamiento previo a la pandemia;

  2. La preminencia de altas tasas de interés comparativas internacionales (inexistencia de tasas cero); y

  3. La disminución asimétrica de los ingresos públicos sobre los propios gastos. De modo que la mayoría de los países emergentes tuvieron que financiar sus necesidades fiscales acudiendo a mayores niveles de endeudamiento interno o externo, incluyendo la emisión primaria de dinero; recurriendo a fondos de estabilización o redistribuyendo el gasto público.

Ahora, exhaustos por sus deudas, un número importante de países emergentes, tienen que reconstituir su espacio fiscal para cumplir con sus obligaciones y saciar su sed de ingresos. Con dedo flamígero, ahora las calificadoras, le sugieren (parece exigencia) a estos países una reforma fiscal, dentro de la lógica simple que son necesarios mayores impuestos no sólo para emprender la reconfiguración económica; sino para mantener el grado de inversión, la confianza externa y pagar deudas.

Suena ilógico, pero así es.


Se regresa al callejón de siempre: nuestros países tienen que ampliar sus ingresos tributarios o someterse a una severa astringencia económica para no reducir su calificación soberana; para que su grado de inversión no se convierta en “basura” y para que puedan seguir teniendo acceso al crédito internacional. Más astringencia en las condiciones actuales significaría inanición; queda como opción la reforma fiscal, pero dirigido a quien o hacia quienes. De ahí surgen dos interrogantes: 1) ¿nuestros gobiernos proclives a favorecer la acumulación de capital estarán dispuestos a ampliar los impuestos a los ricos, como lo propone Biden?; o 2) ¿en su defecto, se prepararán los bártulos hacia las clases medias, seriamente afectadas por una contracción generalizada en su nivel de ingreso o empleo?


A pocos les gusta pagar impuestos y el incremento de las tasas o la creación de nuevos impuestos siempre serán motivo de oposición; misma que se vuelve generalizada si se afecta a la totalidad o a la inmensa mayoría de la población. En América Latina la recaudación es baja, representa 22.4% del PIB, muy inferior al promedio de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), 34.3%; por eso se cree que la presión fiscal para aumentar tasas e impuestos es relativamente baja. Esto no es del todo cierto, países como Brasil, Uruguay y Argentina, tienen una recaudación fiscal que oscila entre el 29% y 34% de su PIB; por lo que la posibilidad de aumentar tasas e impuestos ya se encuentra sumamente restringida y de existir corrección, lo más adecuado sería mediante una restricción del gasto. Otros, como México, tienen una menor presión fiscal y en apariencia tienen un mayor potencial para ampliar su política impositiva.

Todo tan fácil como el análisis estadístico para definir cuando hay una mayor o una menor presión fiscal, pero hay que volver a las preguntas básicas: ¿a quién se grava?; ¿se extiende, por ejemplo, el IVA a productos no gravados como alimentos y medicinas?; ¿se elevan los impuestos a las grandes empresas y a los capitales, sin considerar que esto tendrá un nuevo efecto en la polarización política?


Los gobiernos hasta ahora se han mantenido cautos, sólo el de Colombia, en América Latina, se ha atrevido a impulsar una reforma fiscal. La economía colombiana, es la cuarta de Sudamérica, después de Brasil, Argentina y Chile y su recaudación tributaria representa 19.4% del PIB. Es, en consecuencia, un país en donde aparentemente existe baja presión para llevar a cabo una reforma tributaria.


El gobierno del presidente Iván Duque Márquez, sometió al Congreso de Colombia una reforma fiscal sustentada en los siguientes motivos: corregir el fuerte desajuste entre gastos e ingresos originado por la pandemia; atenuar el alto crecimiento de la deuda y su baja sostenibilidad; evitar que la calificacion de la deuda soberana caiga a la basura de acuerdo con los criterios de S&P y Fitch Ratings; propiciar la prudencia para estabilizar los mercados y generar una renta universal para disminuir los riesgos latentes de un conflicto social.


La ayuda a los pobres poco sirvió para atenuar la protesta de quienes se sienten agraviados, en este caso las clases medias y como no, si el 74% de la nueva carga impositiva va a recaer sobre ellas y el restante 26% sobre las empresas. Veamos en que consiste la reforma fiscal colombiana:

  1. A partir de 2022, quienes ganan más de 2,4 millones de pesos mensuales (unos 663 dólares de hoy) deben declarar impuesto de renta.

  2. Cobro del IVA, que es del 19%, a las tarifas de servicios públicos de energía, acueducto y alcantarillado y gas domiciliario para usuarios de los estratos sociales 4, 5 y 6, los más altos en la escala de ingresos de ese país.

  3. Creación de un impuesto temporal a la riqueza para altos estratos en 2022 y 2023.

  4. Quienes en 2022 tengan un patrimonio superior a 4.865 millones de pesos (unos 1,35 millones de dólares) podrían ser sujetos de un gravamen del 1%, pero si el patrimonio supera los 14.595 millones de pesos (unos 4 millones de dólares), pagarían el 2%.

  5. A los trabajadores del sector público o privado que ganen más de 10 millones de pesos mensuales (unos 2.765 dólares) se les cobrará durante el segundo semestre de este año el "impuesto temporal y solidario a los ingresos altos", además del impuesto sobre la renta.

Aun cuando la mayoría de las medidas se van a adoptar a partir de 2022, la protesta social ya está. La estructura social siempre hace compleja la instrumentación de una reforma fiscal. Las clases medias y los sindicatos han salido a las calles de las principales ciudades de Colombia a manifestar su repudio. Los objetivos económicos o la solidaridad social se pierden, cuando se afecta impositivamente a grandes capas de la sociedad, ese es el caso de Colombia.


El entorno también se dificulta porque los gobiernos hicieron transferencias masivas a hogares y empresas. No se duda que fueron necesarias, pero en teoría eran temporales. La historia demuestra la gran dificultad para revertir el aumento en el gasto público y en disminuir o eliminar las transferencias, subsidios o estímulos. Al poner fin a las transferencias por Covid-19, lo cierto es que la región latinoamericana regresará a enfrentar mayores niveles de pobreza. Por dar un dato, en Brasil por transferencias salieron de la pobreza extrema más de 3 millones de personas, aumentado en el segundo semestre de 2020 la popularidad de su gobierno de 25 a 37%; a este fenómeno singular se le ha dado por llamar “los pobres de derecha”. Lo deseable políticamente sería no retirar esos apoyos; pero ello pone en estrés financiero a los Estados y reduce el espacio fiscal a la nada.


Con demandas sociales cada vez mayores, aumentos en los niveles de deuda y dificultades para revertir los grandes compromisos fiscales, a los gobiernos sólo les queda esperar una recuperación económica inmediata. Pero volvemos a lo mismo, se requieren de enormes recursos para la preservación económica y sanitaria y también para poner en marcha a la economía; luego, entonces, resulta necesaria una reforma tributaria que conduzca a un crecimiento mayor y sin perder la inclusión distributiva a los pobres. De no ser así (o en su caso, de no recortar gastos y transferencias) los problemas de sostenibilidad fiscal y