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México una de las democracias más caras del mundo. Se vale exigir más

Actualizado: 19 abr 2021


Gildardo Cilia, Alberto Equihua, Guillermo Saldaña y Eduardo Esquivel

Cuanto costarán las elecciones en 2021


Nuestra democracia cuesta y mucho. Durante 2021, si se toma en cuenta los gastos de operación del Instituto Nacional Electoral (INE) y el financiamiento a partidos políticos se erogarán 26,866 millones de pesos. Los recursos en este año de elecciones intermedias siguen siendo excesivos y mantienen en términos reales una tendencia creciente, sobre todo, si los comparamos con los autorizados en 2009.

Si dividimos el monto del presupuesto autorizado con respecto al listado nominal de electores (92 millones 684 mil) se tendría un costo por voto de 290 pesos. Este costo unitario se incrementa significativamente si lo comparamos con los electores que efectivamente acuden a las urnas. En las elecciones intermedias la participación se ha situado por debajo de 50%, con lo cual el costo por sufragio efectivo se duplicaría a 580 pesos.


Al comparar estos costos, resulta evidente que nuestras elecciones son onerosas, siendo México una de las democracias electivas más caras del mundo. En las elecciones de 2020 en los Estados Unidos se estima que se gastaron alrededor de 3,000 millones de dólares, cifra que al compararla con su población en edad de votar (227 millones), arroja un costo por voto de 13.21 dólares. Haciendo la conversión correspondiente, México va a gastar 14.49 dólares en las elecciones de 2021 por voto probable, es decir, 1.28 dólares más.


En 2016, BBC News (la entidad que recopila más información entre los medios de comunicación del planeta) había advertido que la democracia de México era la más cara del mundo. Ajustando los datos de México y de Estados Unidos, se tendrían las siguientes cifras:

¿Será cara?


Dada la actual crisis pandémica, la comparación más socorrida de todo costo es la que se hace con respecto al presupuesto de vacunas. Conforme a cifras iniciales, la campaña de vacunación tendrá un costo de alrededor de 34 mil millones de pesos, con un costo unitario sobre el 70% de la poblacion de 382.45 pesos. Es decir, el presupuesto para este año electoral representa el 79% del costo total de vacunas y aun cuando el costo unitario por voto es menor, 290 pesos si se considera el numero de electores en la lista nominal; el mismo se torna excesivamente oneroso cuando se toma en cuenta el numero potencial de votantes que asistirán a las urnas el próximo 6 de junio, lo que se traduce en un costo de $580 por voto. En suma pagaremos más por un voto que por una vacuna.


Sin embargo, hay que entrar en antecedentes. Antes de 1990, no nos parecía tan cara ninguna elección si con ello se cumplían dos objetivos básicos para alcanzar la tan ansiada transición a la democracia:

  1. Garantizar la confianza de los ciudadanos sobre el resultado de las elecciones; y

  2. Permitir la competencia equitativa entre los partidos políticos.

Nuestra configuración democrática resultó sumamente compleja, dado el pasado de simulación, en el que se votaba a sabiendas de los resultados y en el que operaba un único partido, imponiendo reglas y formas; cumpliéndose, así, con los designios del titular del ejecutivo, ¿Qué contradicción podía existir cuando las elecciones las organizaba el ejecutivo y las mismas eran calificadas por el legislativo y cuando ambos poderes eran controlados por un mismo partido? Las razones unipartidistas se imponían y desde luego las decisiones perpetuaban el control político, bajo principios monolíticos y decisiones verticales. La autoridad del presidente y su partido nadie la podía poner en duda.


Este esquema rígido creó inconformidad social, sobre todo cuando la participación ciudadana se hizo más activa. Es complejo explicar todo el entorno, pero no es difícil reconocer que de 1982 a 1988 el país vivío una crisis profunda, caracterizada por el desempleo, la inflación, el deterioro de los ingresos reales de millones de personas y el comportamiento frívolo de quien gobernaba ante uno de los siniestros más desgarradores de la historia contemporanea de México: “el temblor de 1985”. La sociedad concurrió a las urnas en 1988 con una proporción considerable de votos de castigo y parecía inminente el triunfo electoral del candidato opositor: Cuauhtémoc Cardenas. Aun cuando se hicieron diferentes ejercicios para demostrar el triunfo del candidato oficialista: Carlos Salinas de Gortari; lo cierto es que quedó en la percepción social que se había cometido fraude electoral. La otra gran duda que quedó fue si el conglomerado social iba a aceptar de nueva cuenta, sin violencia, un fraude electoral de esa magnitud.


Volver a contar con la empatía de la ciudadanía, significaba generar la confianza de que de ahora en adelante se iba a respetar la voluntad popular. Esto sólo lo podía garantizar la existencia de un organismo autónomo, aislado de la connivencia de los poderes ejecutivo y legislativo y de grupos politicos y económicos con poderes fácticos. Sólo así era posible demostrar en forma fehaciente que los resultados obedecían a lo que se había expresado en las urnas electorales.


Esta decisión significó un costo económico continuo, porque derivó en la conformación e instalación de un instituto electoral con una burocracia permanente. Actualmente, para mantener esta estructura se asume un costo anual de alrededor de 20,000 millones de pesos, exista o no un proceso electoral federal, en las entidades federativas, en los municipios o en las cámaras del poder legislativo.


No debe de pensarse que todos los países para preservar y darle transparencia a su democracia han constituido un instituto electoral. En las democracias desarrolladas no tienen necesidad de recurrir a organismos autónomos para garantizar elecciones confiables; son en sociedades como la mexicana, sin una verdadera tradición democrática, en donde se ha decidido que mantener la estabilidad política requiere de un organismo independiente a los poderes.


De nueva cuenta la pregunta es pertinente: ¿es cara nuestra democracia? Mantener al INE y darle recursos a los Partidos Políticos cuesta, pero la pregunta se tendría que contestar en cuando menos cuatro sentidos:


1. A partir del análisis de los beneficios - la mayoría intangibles - que cada ciudadano percibe y que se requiere de cierta consciencia política para poder ponderarlos. Vale la pena señalar algunos de los valores que se concibe se han obtenido con la conformación del nuevo sistema democrático, cuyo inicio data de 1990:

  • Garantizar que el voto sea libre y efectivo.

  • Ampliar la confianza de que se respetará la voluntad popular.

  • Contar con una fórmula que permita la lucha pacífica por el poder político y el tránsito político pacífico de los cambios de gobierno.

  • Sentir que cada uno está razonablemente representado por algún partido o coalición.

  • Asegurar que los partidos o las coaliciones compitan con equidad o sin ser rebasados por otros partidos con fuentes de financiamiento indebidas o ilegales.

  • Generar contenidos programáticos en los partidos contendientes, a manera de que se genere una oferta política diferenciada y cualitativa entre los distintos actores y partidos políticos.

  • Promover el debate político para encontrar los mejores cauces para el desarrollo político, social y económico del país.

  • Formar la cultura democrática y política que tanto nos hace falta.

  • Contar con una credencial de elector como un medio de amplio uso de identificación para hacer innumerables gestiones.

Con independencia de la credencial de elector, si existe insatisfacción con los aspectos cualitativos de la democracia todo gasto va a parecer excesivo. ¿Para qué financiar en este año electoral con 7,159 millones de pesos a los partidos políticos cuando existe vacío en los contenidos y lo que permea es una guerra de lodo, marginándose las propuestas?


2. Si el INE se constituyó para consolidar la democracia, que tanto ha ampliado la convicción de que esta es la mejor forma de gobierno en el conjunto de la sociedad.


3. Que tanto ha corregido el INE los sesgos de la democracia; lo que significa que no se repitan fenómenos perversos en cuanto al control y manipulación de los votos.


4. La efectiva actuación del INE como un árbitro imparcial en los procesos electorales.


De no percibirse los beneficios y de existir una concepción negativa respecto a la gestión del INE, no sólo se tendría un instituto costoso, sino claramente disfuncional y por lo tanto sin una utilidad que acabe de concretarse.


La fragilidad democrática


Después de 30 años de la creación del INE (cuyo antecedente fue el Instituto Federal Electoral) y a 20 años de la transición democrática, resulta inconcebible que los mexicanos no confíen en la democracia. De acuerdo con el barómetro de la democracia de América Latina (Latinobarómetro) la sociedad mexicana es de la que menos cree en la democracia como sistema de gobierno.


De acuerdo con la encuesta 2018, el 84% de los encuestados dijo estar poco o nada satisfecho con nuestra democracia; el 43% cree que la democracia no es la mejor forma de gobierno; sólo el 2% cree que hay una democracia plena, en tanto que el 48% cree que México es una democracia con grandes problemas y 11% considera que México de plano no es una democracia.


¿ Cómo interpretar estos datos? Sería inútil buscar una sola causa, lo cierto es que han intervenido varios factores:

  1. A diferencia de otros países, la democracia lejos está de asociarse con una economía pujante y con la mejoría de las condiciones de vida de grandes capas de la población; por el contrario, durante 20 años se ha vivido con tasas mediocres de crecimiento y gran parte de la población se empobreció.

  2. La existencia de una política pública sesgada, en donde son frecuentes los actos de imposición, sin existir estrategias de consenso, o en donde no se evalúan los costos sociales al emprender proyectos. En muchos sentidos se ha apreciado que importaba más la rentabilidad individual o de los inversionistas, cuando toda política pública adquiere su real sentido cuando se pondera el beneficio o la rentabilidad social sobre cualquier otro indicador.

  3. El desempeño de los gobernantes y de los funcionarios públicos en donde predominaba la idea de que existía una gran corrupción. De modo que al asociar desempeño con corrupción, la gente no puede ponderar positivamente a la democracia ¿Es posible compatibilizar a la democracia con la corrupción de nuestros gobernantes o creer que pueda existir una democracia corrupta?

  4. Se concebía que se vivía en un país en donde la legalidad había pasado a un segundo término; lo que hace vulnerable al ciudadano ante los actos de gobierno; pero además al relegar la legalidad, se rompen los principios constitucionales y normativos que nos rigen, propiciando anarquía y caos y la debilidad de las instituciones que imparten justicia

  5. La poca confiabilidad hacia los procedimientos democráticos también han hecho mella en el aprecio social hacia la democracia. Durante estos 20 años de vigencia del INE hemos sido testigos de resultados electorales dudosos. Con su conformación en 1990, se pensaba que se iba a reducir la percepción sobre la posibilidad de un nuevo fraude electoral, no sucedió así: en 2006, ante las elecciones más disputadas de nuestra historia, una porción importante de mexicanos llegó a la conclusión que se había cometido fraude. Más allá de eso, resulta evidente que por falta de supervisión, o por clara omisión, no se detectaron fenómenos de financiamiento indebidos, entre ellos el Pemexgate, el uso de la tarjetas Monex o el apoyo de empresas trasnacionales con interés en México, como Odebrecht.

¿Vale la pena salvar la democracia?


Desde luego que vale la pena salvar a la democracia, particularmente, si llegamos a la conclusión que es la mejor forma de gobierno. Nuestra constitución define en forma admirable el sentido de la democracia: “como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo y no solamente como una estructura jurídica y un régimen político”.


El reto es mayúsculo, porque las causas tienen un carácter estructural. La percepción que se tiene de la democracia sólo se tornará positiva, en primer término, si existe un viraje positivo en la marcha de la economía, en la retribución social y en la calidad de los servicios públicos que se ofrecen, entre ellos, educación y salud; es decir, depende en sumo grado de mejorar la calidad de vida del conglomerado social.


No puede existir satisfacción con la democracia, si no se revierte la idea de que se vive en un Estado que es débil en salvaguardar derechos fundamentales; que es poco eficiente u omiso para combatir y castigar a la delincuencia y a la corrupción; o, si se cree que ejerce e imparte justicia en forma selectiva o que sus funcionarios son sumamente permeables a los negocios o a los intereses de elites o de grandes empresas y hombres de negocios.


Tampoco podría existir satisfacción hacia la democracia si se desaprueba el trabajo de los gobiernos y si no existe confianza en los procesos electorales que posibilitan la corrección política, la remoción y la alternancia democrática. No debe existir mácula de sospecha en la actuación del INE como árbitro electoral, que en todo momento debe ser imparcial, evitar protagonismos y tener una actuación efectiva pero discreta; de no ser así, nuestro andamiaje se derruiría porque la transparencia democrática depende en sumo grado de este organismo autónomo. Es urgente reconstituir el consenso social a favor de la democracia.


Todos somos responsables de la vigencia y permanencia de la democracia. Se requiere, sí, de buenos gobiernos que permitan la expansión de los beneficios económicos y de los derechos civiles y políticos; también de actores políticos que aborden temas y cuestiones sustantivas; pero sobre todo de elevar en forma cualitativa la opción de elección de los ciudadanos. Si no se empuja la participación ciudadana, la democracia se convertirá en simple retórica, rompiéndose con las condiciones básicas que permiten la armonía y el consenso social favorable hacia ella: transparencia, credibilidad y legitimidad.


Volvamos al plano de lo que cada ciudadano siente y percibe. Hemos pagado mucho por nuestra democracia y no podemos conformarnos, debemos de exigir más. Aguantarse es aceptar el egaño y no tendría sentido quejarse después. Lo que realmente estamos pagando es por la democracia que puede ser; empero, el éxito y los resultados de esa inversión sólo se concretarán y darán rendimientos abundantes si efectivamente nos convertimos en demócratas. Si, en efecto, estamos atentos a lo que está pasado en nuestra sociedad y dispuestos a participar en la solución de los retos que compartimos para impulsar el desarrollo y la prosperidad de todos.







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